Pues... escribí este post, por un comentario que recientemente dejaron en el post del 5 de Enero que trata sobre Ballet, y es que, además de sorprenderme que alguien se tomara la molestia de leerlo (excepción hecha de Vero), y a propósito del comentario que me dejo una nota de algo que yo desconocía (para que negarlo) recordé que hace algún tiempo leí un texto de Arturo Pérez-Reverte en el que el mismo dice que siempre hay un lector que, incluso en las materias más extrañas, es autoridad en el asunto y denuncia el gazapo; ese texto es el que, a continuación escribo:
Como saben ustedes, gazapo, además de conejo, significa mentira o embuste; y también error que, a menudo no por ignorancia sino por inadvertencia, deja escapar quien escribe o habla. Cualquiera que trabaje con palabras impresas sabe a qué me refiero. En la oratoria pública las metidas de gamba se disimulan más; y como en España suelen darse en boca de nuestra infame clase política, llaman menos la atención. Sabemos a qué atenernos. Entre gente culta, sin embargo, la cosa es diferente. Suele haber más pundonor. El gazapo es la pesadilla constante de periodistas y escritores, y ni los grandes maestros están a salvo de un texto revisado con descuido o de una galerada corregida entre prisas.
Por lo general, todo gazapo como Dios manda permanece al acecho en un texto, no importa cuánto se revise y corrija, y sólo salta el día que, impresa la obra, el autor abre una página al azar y allí está el gazapo gordo y lustroso, arteramente camuflado durante meses o años de trabajo. Otras veces se debe a ignorancia del autor, a error de documentación o a generalizaciones rápidas y peligrosas. En todo caso, puede tenerse la certeza de que, publicada la obra, siempre habrá un lector que, incluso en las materias más extrañas, sea autoridad en el asunto. Y ese lector, por supuesto, escribirá una carta apuntando el detalle. Hay auténticos monstruos en eso, sabios implacables a quienes no se les escapa una. Gente para todo. Les aseguro que si un escritor afirma que en 1947 el tren correo salió de Sangonera la Seca a las 8,15 o que el barco pirata se hundió en ocho metros de agua junto a Trincabotijas, siempre habrá un fanático de los ferrocarriles para puntualizar que ese año los trenes correo salían de Sangonera a las 8,50; o que un experto en cartografía náutica señale que la sonda exacta frente a Trincabotijas en el XVIII era de cuatro brazas, o sea, de 6,68 metros.
Lo he vivido en mis carnes, y acojona. Empecé a enterarme con mi primera novela, cuando situé a un húsar junto a unos eucaliptos, y apenas publicado el libro recibí una amable carta de un lector experto en botánica, comunicándome que mi novela transcurría en 1808, y que esos árboles no fueron traídos a España desde Australia hasta cincuenta y siete años después. En otro libro, con dos personajes conversando sobre las estrellas, puse en boca de uno de ellos que hace 5.000 años el Dragón señalaba el norte en vez de la Polar; y en el acto recibí la carta de un lector que, tras precisar que la cifra exacta eran 4.800 años, me animaba a ser más riguroso en las afirmaciones científicas. Todo esto es de agradecer, naturalmente. Ayuda a corregir o a precisar en ediciones posteriores, y supone además una doble lección: de humildad para el autor –nunca puede conocerse todo sobre todo– y de respeto sobre la categoría de los lectores y la seriedad con que abordan el texto.
Otras van con mala leche, claro. O se pasan de agudos. Con la serie del capitán Alatriste, aparte de la correspondencia que matiza o discute detalles con buena voluntad, me llegan también precisiones de especialistas –alguno, incluso, historiador de tronío– cuyos patinazos colecciono con simpático interés. La palabra luterano, por ejemplo, aplicada por extensión a los holandeses del XVII como en los textos de Lope y de Calderón –que por cierto estuvo allí– me ha dado mucho juego con algún listillo. Pero, salvo contadísimas excepciones, el tono de los que apuntan gazapos reales o supuestos suele ser amable y nada pedante. Al contrario: un experto valora el esfuerzo de quien se aventura con rigor y esfuerzo en su terreno. Eso no obsta para que, en justo revés, algunos escritores cedamos también a la tentación guasona de incluir emboscadas en el texto, por aquello de que donde las dan, las toman. En ese registro, el gazapo-trampa del que estoy más satisfecho es Dizzie Gillespie tocando el piano en La carta esférica. No imaginan la cantidad de cartas recibidas –bienintencionadas y amables todas– precisándome que Dizzie Gillespie era trompetista de jazz y no pianista. A eso suelo responder con una breve carta que tenía lista desde el principio: Gillespie era, en efecto, trompetista; pero el 26 de noviembre de 1945, cuando Charlie Parker grabó Koko para el sello Savoy, el pianista no acudió al estudio y fue Gillespie quien, además de la trompeta, tuvo que ocuparse del piano. Y es que la literatura, y el juego que implica, incluye también esa clase de cosas. La venganza del Coyote.
Como saben ustedes, gazapo, además de conejo, significa mentira o embuste; y también error que, a menudo no por ignorancia sino por inadvertencia, deja escapar quien escribe o habla. Cualquiera que trabaje con palabras impresas sabe a qué me refiero. En la oratoria pública las metidas de gamba se disimulan más; y como en España suelen darse en boca de nuestra infame clase política, llaman menos la atención. Sabemos a qué atenernos. Entre gente culta, sin embargo, la cosa es diferente. Suele haber más pundonor. El gazapo es la pesadilla constante de periodistas y escritores, y ni los grandes maestros están a salvo de un texto revisado con descuido o de una galerada corregida entre prisas.
Por lo general, todo gazapo como Dios manda permanece al acecho en un texto, no importa cuánto se revise y corrija, y sólo salta el día que, impresa la obra, el autor abre una página al azar y allí está el gazapo gordo y lustroso, arteramente camuflado durante meses o años de trabajo. Otras veces se debe a ignorancia del autor, a error de documentación o a generalizaciones rápidas y peligrosas. En todo caso, puede tenerse la certeza de que, publicada la obra, siempre habrá un lector que, incluso en las materias más extrañas, sea autoridad en el asunto. Y ese lector, por supuesto, escribirá una carta apuntando el detalle. Hay auténticos monstruos en eso, sabios implacables a quienes no se les escapa una. Gente para todo. Les aseguro que si un escritor afirma que en 1947 el tren correo salió de Sangonera la Seca a las 8,15 o que el barco pirata se hundió en ocho metros de agua junto a Trincabotijas, siempre habrá un fanático de los ferrocarriles para puntualizar que ese año los trenes correo salían de Sangonera a las 8,50; o que un experto en cartografía náutica señale que la sonda exacta frente a Trincabotijas en el XVIII era de cuatro brazas, o sea, de 6,68 metros.
Lo he vivido en mis carnes, y acojona. Empecé a enterarme con mi primera novela, cuando situé a un húsar junto a unos eucaliptos, y apenas publicado el libro recibí una amable carta de un lector experto en botánica, comunicándome que mi novela transcurría en 1808, y que esos árboles no fueron traídos a España desde Australia hasta cincuenta y siete años después. En otro libro, con dos personajes conversando sobre las estrellas, puse en boca de uno de ellos que hace 5.000 años el Dragón señalaba el norte en vez de la Polar; y en el acto recibí la carta de un lector que, tras precisar que la cifra exacta eran 4.800 años, me animaba a ser más riguroso en las afirmaciones científicas. Todo esto es de agradecer, naturalmente. Ayuda a corregir o a precisar en ediciones posteriores, y supone además una doble lección: de humildad para el autor –nunca puede conocerse todo sobre todo– y de respeto sobre la categoría de los lectores y la seriedad con que abordan el texto.
Otras van con mala leche, claro. O se pasan de agudos. Con la serie del capitán Alatriste, aparte de la correspondencia que matiza o discute detalles con buena voluntad, me llegan también precisiones de especialistas –alguno, incluso, historiador de tronío– cuyos patinazos colecciono con simpático interés. La palabra luterano, por ejemplo, aplicada por extensión a los holandeses del XVII como en los textos de Lope y de Calderón –que por cierto estuvo allí– me ha dado mucho juego con algún listillo. Pero, salvo contadísimas excepciones, el tono de los que apuntan gazapos reales o supuestos suele ser amable y nada pedante. Al contrario: un experto valora el esfuerzo de quien se aventura con rigor y esfuerzo en su terreno. Eso no obsta para que, en justo revés, algunos escritores cedamos también a la tentación guasona de incluir emboscadas en el texto, por aquello de que donde las dan, las toman. En ese registro, el gazapo-trampa del que estoy más satisfecho es Dizzie Gillespie tocando el piano en La carta esférica. No imaginan la cantidad de cartas recibidas –bienintencionadas y amables todas– precisándome que Dizzie Gillespie era trompetista de jazz y no pianista. A eso suelo responder con una breve carta que tenía lista desde el principio: Gillespie era, en efecto, trompetista; pero el 26 de noviembre de 1945, cuando Charlie Parker grabó Koko para el sello Savoy, el pianista no acudió al estudio y fue Gillespie quien, además de la trompeta, tuvo que ocuparse del piano. Y es que la literatura, y el juego que implica, incluye también esa clase de cosas. La venganza del Coyote.