En determinados momentos uno sólo se sienta a la mesa de algún bar a esperar que los minutos se deshagan como la cera de las veladoras en un altar. Sucede que hay noches en las que abandonas tu habitación, aburrido de escuchar a los Rolling Stones y de mirar la lluvia a través de la ventana. Bajas las escaleras, cruzas el portón, sales a la calle. Caminas hasta el bar más próximo, que es el que frecuentas. Te sientas de frente al mismo mesero de siempre, que en cuanto te reconoce empieza a servir un ron con coca. Inclina la cabeza a manera de saludo. Respondes igual y luego observas las filas de botellas. Sucede que a veces no pasa nada. Y así es la vida en esos lugares: cuando pasa algo bueno bebes para celebrar, cuando ocurre algo malo bebes para olvidar, y si no pasa nada entonces bebes para que pase algo. Las reglas del bebedor. Allí estás, esperando que acontezca algo o que un incendio consuma el local o que ángeles eléctricos pidan permiso de entrar al baño o que algún suicida beba hasta morir o que un sacerdote nos venga a excomulgar o que un poeta se emborrache con sus musas o que un limosnero te venda su alma o que un profeta anuncie el fin del mundo o que una canción nos diga una verdad o que un músico haga sonar el sax o que una mujer de falda corta selle tus labios con sabor a sal o que unos ojos eclipsen tu mirada o que lleguen a clausurar el bar o que, simplemente, te dejen en paz.
Aquel borracho no dejaba de dictar con estridencia: "¡Puedo volar, puedo volar, puedo volar!". Al principio a todos nos pareció gracioso, pero luego de algunos minutos empezó a sonar patético. Uno de los meseros trató de controlarlo, pero aquel escandaloso se puso a manotear: "Déjame en paz, déjame imbécil. Nadie sabe lo que yo sé". Cansado de soportar estupideces llamé al mesero. "Mejor sírvale un trago, yo lo pago", le dije. Me hizo caso. En cuanto le sirvieron, el gritón volteó hacia mí, me miró agradecido y se levantó tambaleante para luego acercarse a mi mesa. Lo que me faltaba, pensé. "Gracias joven, usted sí se ve gente decente, no como esta bola de mediocres, ignorantes". Asentí con la cabeza, como quien quiere decir "de nada". Él sujeto flacucho y bajito se sentó sin pedir permiso. "¿Sabe qué?", preguntó para luego contestarse solo: "Tengo miedo, porque sé muchas cosas que nadie sabe". Uta, otro pinche loco. "Fíjese que yo sé volar, en verdad que puedo volar", insistió pero yo no tenía ganas de hablar, ni de estar con nadie; lo único que necesitaba era tomarme un par de tragos, tranquilamente, mientras observaba la profundidad de mi vaso, pero aquel miserable se empeñaba en su discurso. "Yo sé quién mató a Colosio o también sé quién será el próximo presidente y hasta cómo hacer contacto con los extraterrestres", ennumeró con ese entusiasmo habitual en los ebrios. Por fin un hombre que ha descubierto el hilo negro. Con el brazo izquierdo le pedí al mesero que se acercara. Fue hasta la mesa. "El señor ya se va" y le hice señas para que lo "invitara" a largarse. "No joven, espérese tantito. Le juro que yo sé volar, deveras que sé volar. Y le puedo enseñar cómo". El mesero lo tomó del brazo, intentando levantarlo. "No me toques estúpido, no me toques", gruñó aquel tipo. "Ándele, amigo, es hora de que se vaya a descansar un rato o a molestar a otro lado", le advertí en tono alto, aunque conciliador. "No me creen, ¿verdad? No estoy loco. Ustedes creen que estoy loco, pero no es así", se puso de pie. Abrió los brazos, levantó la cabeza, abrió las palmas de las manos, cerró los ojos, se concentró demasiado... y juro por todos los dioses que se elevó como medio metro y se quedó flotando durante muchos segundos que parecieron largos minutos. Los cuatro o cinco clientes, así como los meseros, nos quedamos en silencio. Sorprendidos. Nadie dijo nada, aunque alguien se quedó con la boca abierta. Luego el borracho volvió a tocar el suelo y me miró con coraje. "Son unos necios, incrédulos, por eso este mundo se está cayendo a pedazos, por la falta de fe", señaló y luego se encaminó a la puerta. Entonces comenzaron los murmullos. Seguí bebiendo. Otro día difícil, como para volverse loco. Esta pinche ciudad está llena de gente muy rara.
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Aquel borracho no dejaba de dictar con estridencia: "¡Puedo volar, puedo volar, puedo volar!". Al principio a todos nos pareció gracioso, pero luego de algunos minutos empezó a sonar patético. Uno de los meseros trató de controlarlo, pero aquel escandaloso se puso a manotear: "Déjame en paz, déjame imbécil. Nadie sabe lo que yo sé". Cansado de soportar estupideces llamé al mesero. "Mejor sírvale un trago, yo lo pago", le dije. Me hizo caso. En cuanto le sirvieron, el gritón volteó hacia mí, me miró agradecido y se levantó tambaleante para luego acercarse a mi mesa. Lo que me faltaba, pensé. "Gracias joven, usted sí se ve gente decente, no como esta bola de mediocres, ignorantes". Asentí con la cabeza, como quien quiere decir "de nada". Él sujeto flacucho y bajito se sentó sin pedir permiso. "¿Sabe qué?", preguntó para luego contestarse solo: "Tengo miedo, porque sé muchas cosas que nadie sabe". Uta, otro pinche loco. "Fíjese que yo sé volar, en verdad que puedo volar", insistió pero yo no tenía ganas de hablar, ni de estar con nadie; lo único que necesitaba era tomarme un par de tragos, tranquilamente, mientras observaba la profundidad de mi vaso, pero aquel miserable se empeñaba en su discurso. "Yo sé quién mató a Colosio o también sé quién será el próximo presidente y hasta cómo hacer contacto con los extraterrestres", ennumeró con ese entusiasmo habitual en los ebrios. Por fin un hombre que ha descubierto el hilo negro. Con el brazo izquierdo le pedí al mesero que se acercara. Fue hasta la mesa. "El señor ya se va" y le hice señas para que lo "invitara" a largarse. "No joven, espérese tantito. Le juro que yo sé volar, deveras que sé volar. Y le puedo enseñar cómo". El mesero lo tomó del brazo, intentando levantarlo. "No me toques estúpido, no me toques", gruñó aquel tipo. "Ándele, amigo, es hora de que se vaya a descansar un rato o a molestar a otro lado", le advertí en tono alto, aunque conciliador. "No me creen, ¿verdad? No estoy loco. Ustedes creen que estoy loco, pero no es así", se puso de pie. Abrió los brazos, levantó la cabeza, abrió las palmas de las manos, cerró los ojos, se concentró demasiado... y juro por todos los dioses que se elevó como medio metro y se quedó flotando durante muchos segundos que parecieron largos minutos. Los cuatro o cinco clientes, así como los meseros, nos quedamos en silencio. Sorprendidos. Nadie dijo nada, aunque alguien se quedó con la boca abierta. Luego el borracho volvió a tocar el suelo y me miró con coraje. "Son unos necios, incrédulos, por eso este mundo se está cayendo a pedazos, por la falta de fe", señaló y luego se encaminó a la puerta. Entonces comenzaron los murmullos. Seguí bebiendo. Otro día difícil, como para volverse loco. Esta pinche ciudad está llena de gente muy rara.
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